He conversado largamente con Héctor Rosales sin que él lo supiera; es decir: he dialogado durante este último tiempo con su poesía silenciosa, sin estridencias; una poesía sin aristas, poseedora de un brillo secreto y escondido, como la extraña luminosidad que proviene de las paredes rocosas de una antiquísima caverna o de las profundidades insondables del océano.
Una poesía trabajada sin premura, con la paciencia y dedicación de un artesano, sabiendo de antemano que está produciendo un objeto único, para quien pueda apreciarlo en toda su dimensión.
La poesía de Rosales no habla sobre la vida; habla de la vida. Una poesía de sensaciones, donde el poeta muestra los pliegues de las horas, las arrugas del tiempo, las nervaduras de la piel, o nos hace sentir, en un viaje en tren por las tierras bajas, la respiración del hombre con su destino.
La poesía de Rosales se asemeja a una vasija, no sólo por su forma, también por su contenido; porque la vasija, además de recipiente, es un precioso objeto de contención, asociado desde siempre con la preservación del hombre en la tierra.
La poesía de Rosales contiene, acompaña y deja, luego de leerla, un sedimento que perdura más allá de su lectura inmediata; algo que persiste de forma secreta, como la belleza intrínseca de la vasija, de esos objetos destinados a conservar, a preservar verdades esenciales, sólo comprensibles para quienes estén dispuestos a apreciar, sin urgencias, lo que ha estado guardado únicamente para ellos. |