Yo amo la tierra en toda su extensión y dimensión; pero sobretodo amo al hombre que la habita, que le da forma y sentido, que construye y sueña y en ese eterno desafío, se multiplica creando belleza, muchas veces inimaginable para sus propios creadores.
“El mundo está bien hecho” nos dijo hace mares de tierra y aire, un poeta formidable; afirmación que en los tiempos que corren y leído a la ligera (producto también de los tiempos que nos corren), podría malinterpretarse; en contraposición a un mundo en decadencia, confuso, abrumado por la desidia, la carrera hacia el vacío existencial, y las pocas, escasas garantías de sobrevivencia, al menos, de un mundo al que nos asomábamos no hace tantas décadas. Mi entrañable amiga y formidable poeta Consuelo Thomás Fitzgerald, de Panamá, me decía hace algún tiempo, que acaso estemos asistiendo a ver lo que resta del mundo; confesión que, para quienes conocemos la poesía de la panameña, sabemos que esa opinión está más cargada de decepción que de pesimismo.
“El mundo está bien hecho” sí, pero el hombre se empeña en patear el tablero, en desordenarlo sin ton ni son; en acumular tornados, en guardar las obras maestras de la pintura universal en las bóvedas de los bancos (para especular con su precio astronómico, no para conservar su belleza); explotar a los pueblos; expulsarlos de sus territorios; llenar el mundo de ruido, bocinas, aviones y letales gases. Pero no todo se confunde. Claro está que en medio de semejante parafernalia, cada vez es más difícil encontrar la belleza, o detenerse y dedicar cuatro segundos más de lo previsto a contemplar un cielo estrellado, un crepúsculo o ver y oir la lluvia mansa cayendo sobre la tierra.
Yo amo la tierra, pero más que nada amo lo que está encima de ella, lo que se mueve, lo que germina, la sombra de un árbol, marcando sin que él lo sepa las horas del día; amo profundamente el color del cielo y de todos los cielos de la tierra; amo las fases de la luna, el movimiento imperceptible del aire, que hace posible que todo funcione; amo los infinitos ríos que cruzan el planeta, pero amo más que nada, la vida, que como un río interminable habita el planeta.
Conocí a Maram Al Massri en Struga, Macedonia, en el 48 Festival Internacional de poesía del 2009. Entonces no sabía quién era Maram. La casi infranqueable barrera del idioma (Maram no habla español, yo no hablo ingles, ni francés) impidieron que pudiéramos conversar como seguramente los dos hubiéramos deseado; no para hablar de poesía, para eso se encargaba solo el mismo festival, sino para aprovechar el verdadero festival, que es el que circula por fuera del académico, de las reuniones, de los brindis, de las ceremonias; es el que está en los asientos del lobby de un hotel, en la conversación en voz baja, en las reuniones (casi nunca mayores de cuatro personas), donde se bebe, se conversa, recuperando un tiempo precioso y preciado que, fuera del festival, no sólo no existe, sino que el disponible, está viciado o contaminado de todo lo que se puede esperar del mundo de hoy: nada que alimente el espíritu.
Maram es todo lo contario, dentro y fuera del festival. Maram está en el mundo y el mundo está en otro lado; el mundo debe quedarse en otro lado para poder apreciar a Maram; porque Maram está en el mundo, pero no es el mundo. Su poesía delicada, breve, susurrante, es una brisa que acaricia la realidad; y su voz es otro susurro.
Yo amo la poesía Arabe, pero más amo a Maram, amo su voz tenue, sus ojos negros y profundos, sus movimientos que desafian todo el tiempo el ritmo del mundo. Yo amo a Maram, pero más amo sus palabras, más amo la atmósfera de sus poemas, pero más amo todavía la convicción con que la poeta Siria, cuida y protege su poesía, porque sabe que lleva algo irremplazable: una corona de aire y cielo, una respiración que los hombres necesitan como un agua bendita. Maram Al Massri lleva entre sus manos el susurro de la tierra. |