Yo pasaba siempre por aquella
calle con gusto a mar, a río
dulce, fatigado por el amor
o herido en la ingle
por lluvia mansa o aguacero
y aquel hombre, encorvado
sobre un libro, intentaba
descifrar el código del cielo.
Pero en el campo
de enfrente
crecían las retamas
amanecían los amantes
clandestinos
mojados por el rocío
y la resurrección
mientras un fauno
encendido corría
detrás de dos muchachos
y las ancianas
del próximo milenio
cantaban de dicha
después del amor
estrenando sábanas
en los tendederos
del mundo.
Y aquel hombre
intentaba revelar
el misterio de los siglos,
con una pierna
a cada lado del torrente
con un pie en cada flanco
del río móvil
el río de fuego, agua
y cielo,
ausente de besos
párpados y piernas
calientes de mujer
de bruces al pozo
que lo llevaba de huesos
uno a uno.
Pero en el campo de enfrente
otros hombres subían
a un barco de hierro
para no regresar.
Se poblaban los hospitales
de gangrena
crecían los vientres
en soledad
y las ciudades,
se multiplicaban
en las antiguas
extensiones del polvo.
Mientras aquel hombre
que olfateaba
las raíces de la sombra
se desvanecía
en el aire cambiante
del último atardecer.
En ese mismo lugar
donde anidan ahora
palomas mensajeras. |