Cuando por fin Juan y María
se dieron cuenta
que entraban al amor,
cada uno con su cuota
de embriaguez atada al alma,
andaban por las calles
pintando girasoles y leyendas.
Llovía y no se mojaban
porque por la piel
les caminaba la felicidad.
No la comprada a plazos
por la usura.
No la adquirida
en los templos
que nunca pertenecieron
al Señor.
Hacía frío
en los suburbios
de la piel
y no dolía.
Y después del amor
pintaban pájaros y carteles,
subían al cielo
de la niñez
con la levedad del aire
y trepaban a los árboles
con flores y consignas.
Hasta que un mal día
los borró el desamor
el desconsuelo,
y los cielitos de la patria
se llenaron de lluvia,
y las calles enteras
se llenaron de tréboles
sin hojas,
y las manos como pájaros
se volaron del cielo
cuando todo se voló.
Dicen que dijeron
que alguien los vio atravesar
los corredores oscuros
de la niebla
y que donde ella
fue enterrada
creció una flor.
Dijeron que a ella
la desarmaron en
27000 partes, para que
nadie, ni su perro
más querido la encontrara
jamás.
A él, en cambio, que apenas
tenía 17 razones para cantar
lo enterraron dos veces,
lo desenterraron
y lo volvieron a enterrar.
( era, como otros, uno de esos
muertos privilegiados
con más de una sepultura )
Pero nunca se enteró.
Alguien dijo aquella
tarde de lluvia: “ lo mejor
de esta vida no está aquí.”
Pero ellos querían amarse
en esta vida:
imperfecta
agridulce
misteriosa
turbia o huracanada,
con su cuota de peligro
y desamor,
donde pintaban carteles
y leyendas
y buscaban otros cielos
donde poner el corazón
y tanta vida.
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